lunes, 26 de noviembre de 2018

Veinte años


Existe un lugar especialmente reservado en el Infierno para el inventor de las reuniones de exalumnos. Especialmente las del instituto. ¿Qué ser perverso y morboso pudo creer que era buena idea juntar a un grupo de gente que llevaba los últimos veinte años evitándose como la peste? El Encierro Sistemático Obligatorio podía generar rencillas ridículas o alianzas transitorias –más de lo primero que de lo segundo-, pero rara vez amistades duraderas fuera de Facebook.

Nadie sabe muy bien por qué está aquí. Cada uno tiene sus pretextos, por supuesto, pero no son la verdadera razón. Recordar viejos tiempos se puede hacer en solitario o tomando un café con los tres o cuatro individuos que genuinamente te caían bien. En realidad todo se reduce a la necesidad humana de alardear, a poder ser, paladeando a la vez un poco de humillación ajena.

Supongo que a todos nos toca nuestra parte de parcela con vistas a un lago de azufre y tormento.

Siendo justos, nadie quiere saber lo bien que le va al gorila que le amedrentaba en el patio del colegio. Quiere que esté divorciado, gordo y que se quedase calvo antes de los veinticinco. Para algo se inventó el karma, ¿no?

No obstante a veces hay un motivo más.

Los latidos son dos, fuertes, resonando en tus oídos, antes de que una descarga te pare el corazón. Lleva tanto tiempo viviendo sólo en tus recuerdos que medio habías olvidado que era real. Lo que no habías olvidado era su mirada, la curva de su sonrisa ni el timbre de su voz. Esa persona a la que puedes reconocer hasta por su forma de caminar. Por la que llegabas temprano y salías tarde, arañando cada segundo en su compañía. Puede que te hayas dicho mil veces que has crecido, que ya no eres como antes, pero entonces te ve, sonríe un «Hola» y vuelves a tener quince años y a enredarte con tus propios pies.

—Hola. Qué bien volver a estar todos juntos, ¿verdad?

Que viva la incongruencia. Ya te preocuparás mañana de ser un adulto coherente y funcional.

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