Puedo oír a esas pequeñas ratas pululando a mi alrededor. Presencias que quebrantan
el habitual murmullo de los insectos y pequeños roedores cuya sangre me ha
mantenido con vida. Abro con suavidad la puerta de mi sarcófago. A los antiguos
les pareció ingenioso confinarme en un ataúd. Justicia poética. Pensaron que
nunca saldría de él. Pero nunca es
demasiado tiempo; el cerrojo se redujo a óxido mucho tiempo atrás.
Alimañas. Sus ancestros me dejaron aquí encerrado.
Sus hechizos garantizaron que no pueda dejar estas infectas paredes de metal,
abandonado entre chatarra, confiando en que sus descendientes no tendrían que
preocuparse por mí.
Pero olvidaron protegerlos contra su propia estupidez.
Su calor es como una hoguera en el gélido aire de este mausoleo. Sus
corazones resuenan como tambores en la quietud. Son al menos tres. Jóvenes. En
esa edad en la que creen que nada puede tocarlos, y que curiosear en un
herrumbroso almacén tras la caída del sol no es más que una inocente temeridad.
—Entra tú.
—Venga.
—No te atreves.
Dos voces se provocan mutuamente, ocultando entre risas y bravatas un temor
incipiente. Mucho menor del que tendrían si supiesen lo que se esconde aquí.
Si supiesen de mí.
—¡Pues voy yo! —exclama una tercera voz.
Se cuela por una de las ventanas. Me golpea una vaharada de perfume de
mujer. Tras tanto tiempo oliendo a inmundicia y humedad, su cálido aroma me
eriza la piel, y mi mandíbula se tensa con la necesidad de morder y desgarrar.
Desde mi escondrijo, fundido entre las sombras, contemplo esa figura. Nada más
caer al suelo, sus movimientos se vuelven temerosos, como los de un cervatillo
recién nacido. Se sobresalta con el ruido de sus propios pasos. Su corazón
repiquetea en su pecho. Lleva un amuleto de plata al cuello que aferra para darse
seguridad, y me obligo a contener un siseo despectivo. Porta uno de los
símbolos de aquellos que me encerraron, pero sin magia no es más que un
ridículo abalorio.
Y esta niña no huele a hechicera.
Me deslizo siguiendo sus pasos. De vez en cuando se vuelve para responder a
sus compañeros, que siguen sin decidirse. Poco importa. Ella firmó su sentencia
de muerte al traspasar las runas que cubren el muro exterior.
Su aprehensión se disipa poco a poco. La mugre deja de impresionarla y se
anima a curiosear entre las antiguallas. Hay cierta inocencia infantil en el
modo en que lo observa todo. Un brillo cándido, asombrado, en sus grandes ojos,
como si se encontrase frente a una colección de tesoros.
—¡Diana!
La voz de uno de sus amigos atraviesa el espacio. El chico está asomado al
interior del edificio, oteando en busca de la joven. Pero ella no responde. Ha
llegado hasta el sarcófago. Repasa la superficie con la yema de los dedos,
hasta que ve los restos del candado en el suelo. Su respiración se paraliza.
Sonrío, lamiendo mis colmillos. Doy un paso. Más cerca. Más… Entonces la veo en su mano.
Una estaca.
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