miércoles, 1 de enero de 2020

Los hijos de Gaia

Apresuré el paso siguiendo el rastro sutil de aquel perfume floral, con aquella imagen del rojo líquido sobre dorado persistente tras los párpados. Llevaba varios años en el cuerpo de Agentes del Orden de Selenia, la ciudad más importante del Hemisferio Oscuro, y en todo ese tiempo los delitos de sangre se limitaban a cuentos e historias del pasado.
Vi un pétalo en mitad del corredor. El amarillo mate contrastaba con el reflejo nacarado de mi piel, y su textura suave y orgánica resultaba casi anacrónica. Acentuaba la sensación de irrealidad de la situación en la que estaba inmerso.
Aun así, debía continuar. Las pistas me llevaron hasta una de las torres de observación. Sin rodeos, sin tratar de ocultarse. La vi nada más atravesar el umbral. 
Era pálida, pero no poseía el brillo plateado de la mayoría de los selenitas. Tampoco el centelleo dorado de los ciudadanos del Mar de la Tranquilidad. Su piel mostraba el tono rosado que los habitantes de la Luna escondían con tintes metalizados, costumbre iniciada siglos atrás como una moda y convertida más tarde en símbolo de independencia de la Tierra. En sus manos sostenía tres grandes girasoles, flor que se había convertido en distintivo de las primeras colonias lunares.
—¿Por qué? —pregunté sin poder contenerme.
Las dos sílabas flotaron por la cúpula acristalada del observatorio. Ella, sentada en la barandilla metálica junto al telescopio, no desvió la mirada del ventanal. Sus pies descalzos se mecían sobre el vacío. Ascendí las escaleras, alerta por si hacía algún movimiento extraño, pero permaneció tranquila.
—¿Sabe por qué estas flores son el emblema de la colonización de la Luna, agente? —preguntó de pronto. Su voz suave y apacible no encajaba con sus manos teñidas de rojo.
—Los girasoles son hiperacumuladores —repuse—, se usan para eliminar la radiación y los metales pesados del terreno. ¿Qué tiene que ver con…?
—Los colonos no los trajeron consigo —me interrumpió—, la Tierra los envió tras una grave fuga en un reactor nuclear. Sin embargo —sus ojos castaños se posaron en mí por fin—, cuando la Tierra necesitó ayuda le dimos la espalda.
Parpadeé sin comprender.
—La embajadora del Mar de la Tranquilidad era de los tuyos, estaba a favor de ayudar a los terráqueos.
—Era blanda, una burócrata. Su discurso de esta mañana fue hermoso, pero no cambiaría nada. —Se encogió de hombros—. Su muerte en la capital de los detractores de la Tierra la convertirá en una mártir.
—Pero te he descubierto. Tu plan ha fracasado. —Cogí las esposas que llevaba en la cintura—. Estás detenida.
Ella sonrió. Era una sonrisa pequeña y triste.
—Seguro que no es un mal hombre, agente, pero la causa de Los hijos de Gaia es demasiado importante. Lo siento.
Pegó el ramillete a mi nariz. Su aroma me asaltó, dulzón y penetrante. El último pensamiento que cruzó mi mente fue: ¿No se supone que los girasoles no tienen olor?

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