Empieza con un chapoteo. El sonido se estira por los corredores, por cada estancia del templo, convirtiendo el silencio en algo espeso y perturbando el manso hilo de humo del incienso. Kimiko permanece en su futón con los ojos cerrados, mientras el goteo inunda cada rincón de su mente, y sus labios se mueven en una plegaria muda, suplicando el alivio del alba
Lleva en el santuario desde niña, pero nunca en aquellos años había experimentado algo así. Las voces de los espíritus siempre han sido amables a sus oídos. A veces confusas, otras, atribuladas, mas nunca hostiles. Hasta entonces.
Hacía dos lunas, tras el fallecimiento del señor Yoshishige, cabeza del clan Satake, su espada fue legada al templo. Conocido como “Demonio Yoshishige”, el feroz daimyō siempre había tenido en gran estima la sabiduría de sus sacerdotes, y había dispuesto que su preciada katana fuese ofrendada a los dioses.
Sin embargo, en el momento en que el arma fue depositada en sus manos, Kimiko supo que aquel honor llevaba aparejada una gran carga.
El crujir de la madera hace que contenga el aliento. Nota la presencia, afilada y gélida, más sólida que antes.
«Vete», quiere gritar, «el hombre que segó vuestra vida ya no se encuentra en este mundo», pero las palabras mueren en su garganta presas del miedo.
Kimiko se yergue, temblorosa. El olor del incienso a medio consumir queda ahogado por otro nuevo, denso y metálico, que le inunda los pulmones. Abre la puerta corredera al patio, jadeante, pero el aire de fuera tiene la misma cualidad pegajosa que se le adhiere al paladar. Casi a ciegas, se tambalea hasta el cuarto de otra de las sacerdotisas, pero lo encuentra vacío.
—¿Ashido? —susurra. No obtiene respuesta.
Con el corazón encogido, se precipita hacia la siguiente habitación. Y la siguiente, y la siguiente. Se queda apoyada en el umbral, mirando a la nada. Es entonces cuando nota la humedad en la planta de los pies.
Bajo la luz plateada de la luna, un reguero oscuro serpentea sobre la madera, acompasado por el repiqueteo acuoso sin fin.
—Basta, por favor. —Se cubre los oídos, pero es inútil.
Sus piernas se mueven con pesadez. Intenta concentrarse en el sonido de sus pasos descalzos. Adelante, siempre adelante, lejos de las sombras que se mueven por el borde de su visión. Tiene que llegar al torii. El gran arco marca el límite del terreno sagrado; lo que espera más allá, sólo los dioses lo saben, mas no tiene opción.
Pero no llega a cruzar.
Bajo el arco de madera rojiza se alza una figura. No lleva más que una túnica blanca y el cabello le cae suelto, ocultando su cara. Sin embargo, los ojos de Kimiko vuelan a su mano, al esbelto filo que se aproxima y la atraviesa.
Al alzar la vista, entre las hebras azabache, es su propio rostro el que le devuelve la mirada. Parpadea. Y es ella quien sostiene la espada sobre el cuerpo de Ashido mientras su vida se derrama.
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