lunes, 16 de diciembre de 2019

Errante

El olor a cera derretida te llega antes que el titilar de las velas y ascuas en el interior de los nabos huecos. Es un aroma denso y cálido que casi podrías tocar y que aleja en parte el relente de la noche. Samhain siempre ha estado dominado por un frío que poco tiene que ver con el aliento del otoño.
El incesante crujir de hojas da paso al lamento de los escalones que llevan hasta el porche de la casa. Tras tanto deambular, acoges el cambio con gratitud. Te detienes y la quietud cae como un manto, apenas perturbada por el eco rítmico, insistente, de los tambores del baile de máscaras que se celebra en la aldea. El dolor pulsátil en tus sienes remite y miras a tu alrededor. Las lámparas a ambos lados de la puerta están talladas formando muecas burlonas que, en esta cabaña alejada del jolgorio por la cosecha, parecen adoptar un cariz más oscuro, una malevolencia genuina y sutil. No se parecen a las que decoran la villa.
Hay algo más.
El fuego del hogar está encendido, su luz se derrama a través de las ventanas y puedes notar su calor a través de la madera rugosa. ¿Acaso sus habitantes no temen atraer a los espíritus? ¿Se tratará de un druida que aguarda las ofrendas recolectadas por los niños del lugar? Decides poner fin a la incertidumbre y golpeas la puerta con la aldaba, atronadora en mitad de la noche.
Es una muchacha quien aparece ante ti, ataviada de un verde vívido.
—Buenas noches. —Sonríe como si llevase una vida esperándote y se hace a un lado.
Compartir su mesa es una experiencia. Hace preguntas mundanas, ávida de respuestas, como si necesitase recordar qué es ser humana.
—¿Por qué no estáis celebrando con los demás? —inquiere.
—No pasaré más de una noche aquí y no consideré apropiado unirme. —Lames una gota de salsa, dulzona y ahumada, del dedo—. ¿Y vos? ¿No gustáis de la fiesta?
—Lo único pasable es la tarta de calabaza y nueces —responde—, tan tierna, dulce y crujiente. Por lo demás, apesta a vino rancio, cerveza amarga y miedo, con esa ropa oscura y áspera y una música chirriante que retumba en los huesos. —Sacude la cabeza, ondeando sus rizos negros—. El temor se vence abrazando la noche, su misterio y serenidad, no espantándola.
—¿No tenéis con qué ahuyentar a los malos espíritus?
Se ríe.
—Dudo que nada los asuste, me parecen cuentos inventados para que los humanos bajen la guardia. —Encoge un hombro—. O, quién sabe, tal vez yo sea un sluagh y pretenda engañaros.
—Tal vez —alcanzas una de las velas sobre la mesa y la giras con lentitud—, pero yo sé que no.
Todos los fuegos se extinguen de golpe, salvo el cirio en tu mano. Lo último que ves antes de ahogar la mecha entre tus dedos es el horror en sus ojos al revelar las hileras de colmillos tras tu sonrisa.
—Los errantes sabemos reconocernos.
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Si queréis saber más sobre Samhain, os recomiendo leer el artículo origen de halloween: samhain.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Cuaderno de bitácora: última entrada


Era como fuego trepando por sus venas, enroscándose en zarcillos al rojo vivo que hacían contraerse sus músculos.

Fiebre.

Las luces parpadeantes del cuadro de mandos informaban de la fuga en una de las cápsulas del laboratorio de a bordo. Un aviso tardío en innecesario. Una tos sacudió al capitán, que cerró los ojos con cansancio. A ciegas apagó los monitores; conocía el destino de su tripulación sin necesidad de verlo.

—Bitácora —dijo con esfuerzo. El sistema de grabación se conectó—. Capitán Arexen, cuadrigentésimo tercer día de la expedición.

Entreabrió los ojos. A lo lejos, entre el mar de estrellas, se difuminaba el cinturón de asteroides que rodeaba el sistema solar de Kandria.

—La muestra 4-Rtn-32 recogida en la corteza del planetoide Ruthian contenía microorganismos nunca antes vistos. —Un nuevo espasmo lo obligó a interrumpirse. Apretó los puños y se obligó a dominar la respiración—. Las… Estas nuevas formas de vida son capaces de asimilar materiales inorgánicos, inutilizando los sistemas de contención. Parece mostrar… preferencia por el hierro.

Se miró el corte diminuto, absurdo, en la yema del dedo. Una puerta de entrada ínfima pero suficiente a su torrente sanguíneo para la infame Maldición de Kandria.

—Ante la imposibilidad de llevar a cabo una investigación con seguridad, la única medida viable es evitar el contacto. Recomiendo el esta… establecimiento de una cuarentena alrededor de todo el… sistema. Fin de la entrada. —Tomó una última bocanada dolorosa y con regusto metálico—. Ordenador. Iniciar la transmisión de los archivos al centro de origen.

La voz metálica de la nave confirmó sus órdenes.

Arexen se arrellanó en el asiento. Tantas naves perdidas en aquel lugar dejado de la mano de la civilización… y él había sido otro loco más siguiendo su estela. Otro caído en busca de la gloria.

Un pitido anunció el fin de la transmisión. Poco después la nave se sumió en la quietud apenas rota por su respiración entrecortada. No le quedaba mucho tiempo, pero su voz le sobreviviría. Era un pequeño consuelo. Una victoria.

Porque entre tanta oscuridad, bajo el arrullo silencioso de las estrellas, habían encontrado respuestas.

lunes, 14 de octubre de 2019

Como pétalos mojados

Tiritaba. El vaho de su propio aliento le empañó la vista. Gotas de agua rodaban desde su cabello. La ropa se le pegaba al cuerpo, pesada y gélida como una mortaja de plomo. En retrospectiva, la magnífica idea de saltar del puente presentaba más perjuicios que ventajas.
Escaló los peldaños que se hundían en el agua y ascendían hasta el paseo junto al río. Ese en el tanto había jugado de niño, al calor del sol del verano, con el aroma de los cerezos en flor en primavera. «Pero nunca vayas de noche, ¿me oyes, Yuki? No te juntes con los que van al puente por las noches, son peligrosos» repetía una y mil veces su madre. Novecientas noventa y nueve de más, había creído él, pero empezaba a entender que la mujer se había quedado corta. «Qué razón tenía la vieja». No supo escuchar y ahora la vida se le escurría entre los dedos como pétalos mojados desprendidos por una tormenta a destiempo.
No pudo evitar echar un último vistazo a su espalda, a la corriente oscura como la tinta y la silueta del puente recortada contra la luz de la luna. Había ganado media hora, tal vez un poco más, hasta que sus perseguidores atasen cabos y lo rastreasen. Encontró la escalera que llevaba a la calle y subió los escalones de dos en dos; sus zapatos, encharcados, rechinaban a cada paso que daba.
Nada más llegar a la acera, la luz de unos faros lo cegó. Se quedó paralizado.
—Yo sólo… sólo quise hacer lo correcto —balbuceó, no sabía a quién.
Los haces de luz pasaron de largo. No era uno de los familiares todoterrenos negros de cristales ahumados, sino un pequeño utilitario. Las farolas arrancaban destellos a la carrocería amarilla y los detalles cromados mientras el coche desaparecía calle abajo con el ronroneo de motor por única sinfonía. Yuki se llevó la mano al pecho y soltó el aire que estaba conteniendo.
Unas sombras sospechosas se movían a su derecha. Se llevó la mano a la cartuchera para asegurarse de que la pistola seguía allí y echó a correr por los callejones con la esperanza de darles esquinazo.
O de que la pólvora no estuviese húmeda.
Giró en la esquina equivocada. La visión del muro de ladrillos frente a él cayó como una losa sobre sus hombros y lo dejó hueco por dentro, mareado. Unas pisadas, cada vez más cercanas, se detuvieron a pocos metros detrás de él. Tragó saliva. No necesitaba ver la carpa bordada en la chupa de cuero negro ni el tatuaje del dragón que asomaba bajo el cuello de la camisa para saber de quién se trataba.
—¿De verdad creíste que te irías de rositas, soplón?
El clic de un arma le estremeció el alma. Yuki se dio la vuelta, despacio. Deslizó un dedo en el gatillo. Inspiró.
«Perdóname, mamá».
Una detonación rasgó la noche.