domingo, 31 de octubre de 2021

Paquete vacacional #042: experiencia Chuck Noland


Lo primero que notas es el lengüetazo de frío en los pies; viene y va y vuelve otra vez, como las hombreras o una tos mal curada. Lo siguiente es el olor a salitre, intenso, y el rugido que se va filtrando por encima del pitido de oídos. Al fin tu cerebro suma dos y dos y concluyes:

«Ah, el mar».

Después de quince años entre tabiques de pladur y hormigón, casi te sorprende reconocerlo. Sin embargo, la sonrisa se te borra de golpe y abres los ojos. Los reflejos del agua y la arena clara te obligan a entrecerrar los párpados, pero no hay duda: este no es tu apartamentucho con vistas a una obra.

Con un quejido logras incorporarte y te tambaleas hasta la sombra de una palmera. Las preguntas se mezclan con imágenes poco claras. Es la visión de cajas y restos de fuselaje entre las rocas la que hace la luz en tu cabeza. Te ves de nuevo sentado en aquella agencia de viajes vanguardistas con sus carteles de saldo y la encargada de sonrisa patentada.

—La experiencia «Náufrago» es una de las más populares. Garantiza una desconexión total con la civilización.

—Eso, eso es justo lo que quiero. —Rellenaste papeles con entusiasmo.

—Además le dormiremos antes del aterrizaje para que al despertar sea lo más realista posible.

—¡Maravilloso!

«Por fiarme de una low cost».

Entre los restos del desastre, encuentras un balón de fútbol con una cara pintada.

—Supongo que tú eres Wilson.

Rescatas lo que puedes de las cajas y buscas refugio con tu nuevo mejor amigo bajo el brazo.

Poco a poco, logras salir adelante. Tras una semana y muchos retortijones, aprendes qué bayas son comestibles y qué orugas son pasables si las churruscas lo suficiente. La lanza hecha con una rama es casi una prolongación de tu brazo y podrías tejerte un vestuario completo con lianas y hojas de palma. A tu lado, Bear Grylls es un simple dominguero.

Aunque también es cierto que matarías por un móvil 5G y un jamón 5 jotas.

La partida de rescate te pilla en mitad de un debate con Wilson sobre la alineación del Cuspedriños CF.

—...Tú que entiendes, ¿a que el hijo de Manoli tenía que ser titular?

—¿Señor Folgoso? —La agente de viajes se abre paso entre la maleza—. Ya han pasado sus dos semanas. Es hora de volver a casa.

Boqueas, desubicado.

—Pero… el accidente…

—Los restos del helicóptero son parte del atrezo —sonríe—, para que la experiencia sea más real.

El temblor se adueña de tus puños.

—Pienso poneros una estrella en TourAdvisor. Realismo y un cuerno, ¡no hay derecho! —declaras—: ¡Wilson era una pelota de vóleibol, no de fútbol! ¿Cómo se puede meter así la pata?

Su sonrisa no vacila.

—Lamento que no haya quedado satisfecho. Como compensación, permítame ofrecerle un descuento en uno de nuestros paquetes premium.

En lo que tardáis en llegar al helicóptero tienes reservado el especial «Escapada por Mordor».

Al menos ahí no hay mar.


domingo, 4 de julio de 2021

La espada del daimyō

 


Empieza con un chapoteo. El sonido se estira por los corredores, por cada estancia del templo, convirtiendo el silencio en algo espeso y perturbando el manso hilo de humo del incienso. Kimiko permanece en su futón con los ojos cerrados, mientras el goteo inunda cada rincón de su mente, y sus labios se mueven en una plegaria muda, suplicando el alivio del alba

Lleva en el santuario desde niña, pero nunca en aquellos años había experimentado algo así. Las voces de los espíritus siempre han sido amables a sus oídos. A veces confusas, otras, atribuladas, mas nunca hostiles. Hasta entonces.

Hacía dos lunas, tras el fallecimiento del señor Yoshishige, cabeza del clan Satake, su espada fue legada al templo. Conocido como “Demonio Yoshishige”, el feroz daimyō siempre había tenido en gran estima la sabiduría de sus sacerdotes, y había dispuesto que su preciada katana fuese ofrendada a los dioses.

Sin embargo, en el momento en que el arma fue depositada en sus manos, Kimiko supo que aquel honor llevaba aparejada una gran carga.

El crujir de la madera hace que contenga el aliento. Nota la presencia, afilada y gélida, más sólida que antes.

«Vete», quiere gritar, «el hombre que segó vuestra vida ya no se encuentra en este mundo», pero las palabras mueren en su garganta presas del miedo.

Kimiko se yergue, temblorosa. El olor del incienso a medio consumir queda ahogado por otro nuevo, denso y metálico, que le inunda los pulmones. Abre la puerta corredera al patio, jadeante, pero el aire de fuera tiene la misma cualidad pegajosa que se le adhiere al paladar. Casi a ciegas, se tambalea hasta el cuarto de otra de las sacerdotisas, pero lo encuentra vacío.

—¿Ashido? —susurra. No obtiene respuesta.

Con el corazón encogido, se precipita hacia la siguiente habitación. Y la siguiente, y la siguiente. Se queda apoyada en el umbral, mirando a la nada. Es entonces cuando nota la humedad en la planta de los pies.

Bajo la luz plateada de la luna, un reguero oscuro serpentea sobre la madera, acompasado por el repiqueteo acuoso sin fin.

—Basta, por favor. —Se cubre los oídos, pero es inútil.

Sus piernas se mueven con pesadez. Intenta concentrarse en el sonido de sus pasos descalzos. Adelante, siempre adelante, lejos de las sombras que se mueven por el borde de su visión. Tiene que llegar al torii. El gran arco marca el límite del terreno sagrado; lo que espera más allá, sólo los dioses lo saben, mas no tiene opción.

Pero no llega a cruzar.

Bajo el arco de madera rojiza se alza una figura. No lleva más que una túnica blanca y el cabello le cae suelto, ocultando su cara. Sin embargo, los ojos de Kimiko vuelan a su mano, al esbelto filo que se aproxima y la atraviesa.

Al alzar la vista, entre las hebras azabache, es su propio rostro el que le devuelve la mirada. Parpadea. Y es ella quien sostiene la espada sobre el cuerpo de Ashido mientras su vida se derrama.

miércoles, 11 de marzo de 2020

Némesis

Los flecos del vestido le rozan las piernas con cada paso y sus tacones de aguja repiquetean contra los adoquines. El sonido viaja por la plaza desierta, rebota en las fachadas de los edificios y regresa hasta ella, parecido pero nunca igual.

Nunca es igual.

La pedrería del vestido la convierte en una sombra de azogue. Resigue con la mirada las sinuosas vías del tranvía y se sienta en una de las barandas que rodean la boca del metro. En aquella Puerta del Sol inundada de luz de luna ella sólo tiene ojos para el gran reloj congelado, condenado a no dar las doce.

Pero el tiempo se acerca, puede sentirlo como una caricia en la piel. La sonrisa le estira los labios rojo cereza y se atusa las plumas del chal y el tocado de su frente con las manos enguantadas, aunque no hay necesidad. Sus ropas siguen tan inmaculadas como el primer día; en ese mundo petrificado los objetos no pueden romperse ni cambiar. Se detiene al oír unos pasos. Su única compañía en aquel instante prendido en el tiempo. Toquetea el cristal ensartado en su collar de perlas.

—Al fin me has encontrado. —Su propia voz le resulta extraña—. Es un bonito año para que se rompa el hechizo, ¿no crees? Con sus curvas y sus ceros, rotundos e infinitos como la rueda de la fortuna.

—Némesis, por favor —suplica él como la última vez. Como cada vez.

—No has envejecido un día en estos noventa años, mortal. —Le dedica una breve mirada maquillada con rímel y desdén—. Me pregunto si es por eso que tampoco has ganado en sensatez.

—Queríamos salvarlos, íbamos a arreglarlo, a…

—A encerrar a la veleidosa Tyche, diosa de la fortuna, en este artefacto vuestro. —Acaricia la gema sobre su pecho—. Así podríais usar su don para solucionar lo que causó vuestra codicia.

»No obstante, mi poder castiga a quienes abusan de la suerte, así que también debíais confinarme para que no me interpusiese. No pude evitar que me enviaseis a esta dimensión vacía, pero al menos robé la joya y quedó atrapada conmigo.

—¿Sabes a cuántos se llevó la Gran Depresión? —El ala del sombrero le oscurece la cara, pero Némesis puede ver el rictus pesaroso de su boca—. ¿Cuántas vidas habríamos salvado si no te la hubieras llevado?

El chasquido del minutero al desperezarse recorre a Némesis como una descarga.

—Si conoces a tu raza, sabrás que eso no podía acabar bien.

Las campanadas doblan, resuenan como un canto de libertad. El mundo muta. Los raíles desaparecen, emerge una fuente, las entradas al subterráneo se envuelven de acero y cristal. Y la gente. Abarrota la plaza con su alborozo. «Feliz dos mil veinte» cantan. Némesis se arranca el collar y lo tira. Décadas evitando que la joya cayese en manos mortales. La tensión acumulada se deshace al sentirla crujir bajo su pie.

 Entre el gentío ve al hombrecito, derrotado, perdido en una época que no le pertenece, pero no se permite regodearse.

Es una diosa de la justicia.

Tiene mucho por hacer.

miércoles, 1 de enero de 2020

Los hijos de Gaia

Apresuré el paso siguiendo el rastro sutil de aquel perfume floral, con aquella imagen del rojo líquido sobre dorado persistente tras los párpados. Llevaba varios años en el cuerpo de Agentes del Orden de Selenia, la ciudad más importante del Hemisferio Oscuro, y en todo ese tiempo los delitos de sangre se limitaban a cuentos e historias del pasado.
Vi un pétalo en mitad del corredor. El amarillo mate contrastaba con el reflejo nacarado de mi piel, y su textura suave y orgánica resultaba casi anacrónica. Acentuaba la sensación de irrealidad de la situación en la que estaba inmerso.
Aun así, debía continuar. Las pistas me llevaron hasta una de las torres de observación. Sin rodeos, sin tratar de ocultarse. La vi nada más atravesar el umbral. 
Era pálida, pero no poseía el brillo plateado de la mayoría de los selenitas. Tampoco el centelleo dorado de los ciudadanos del Mar de la Tranquilidad. Su piel mostraba el tono rosado que los habitantes de la Luna escondían con tintes metalizados, costumbre iniciada siglos atrás como una moda y convertida más tarde en símbolo de independencia de la Tierra. En sus manos sostenía tres grandes girasoles, flor que se había convertido en distintivo de las primeras colonias lunares.
—¿Por qué? —pregunté sin poder contenerme.
Las dos sílabas flotaron por la cúpula acristalada del observatorio. Ella, sentada en la barandilla metálica junto al telescopio, no desvió la mirada del ventanal. Sus pies descalzos se mecían sobre el vacío. Ascendí las escaleras, alerta por si hacía algún movimiento extraño, pero permaneció tranquila.
—¿Sabe por qué estas flores son el emblema de la colonización de la Luna, agente? —preguntó de pronto. Su voz suave y apacible no encajaba con sus manos teñidas de rojo.
—Los girasoles son hiperacumuladores —repuse—, se usan para eliminar la radiación y los metales pesados del terreno. ¿Qué tiene que ver con…?
—Los colonos no los trajeron consigo —me interrumpió—, la Tierra los envió tras una grave fuga en un reactor nuclear. Sin embargo —sus ojos castaños se posaron en mí por fin—, cuando la Tierra necesitó ayuda le dimos la espalda.
Parpadeé sin comprender.
—La embajadora del Mar de la Tranquilidad era de los tuyos, estaba a favor de ayudar a los terráqueos.
—Era blanda, una burócrata. Su discurso de esta mañana fue hermoso, pero no cambiaría nada. —Se encogió de hombros—. Su muerte en la capital de los detractores de la Tierra la convertirá en una mártir.
—Pero te he descubierto. Tu plan ha fracasado. —Cogí las esposas que llevaba en la cintura—. Estás detenida.
Ella sonrió. Era una sonrisa pequeña y triste.
—Seguro que no es un mal hombre, agente, pero la causa de Los hijos de Gaia es demasiado importante. Lo siento.
Pegó el ramillete a mi nariz. Su aroma me asaltó, dulzón y penetrante. El último pensamiento que cruzó mi mente fue: ¿No se supone que los girasoles no tienen olor?

lunes, 16 de diciembre de 2019

Errante

El olor a cera derretida te llega antes que el titilar de las velas y ascuas en el interior de los nabos huecos. Es un aroma denso y cálido que casi podrías tocar y que aleja en parte el relente de la noche. Samhain siempre ha estado dominado por un frío que poco tiene que ver con el aliento del otoño.
El incesante crujir de hojas da paso al lamento de los escalones que llevan hasta el porche de la casa. Tras tanto deambular, acoges el cambio con gratitud. Te detienes y la quietud cae como un manto, apenas perturbada por el eco rítmico, insistente, de los tambores del baile de máscaras que se celebra en la aldea. El dolor pulsátil en tus sienes remite y miras a tu alrededor. Las lámparas a ambos lados de la puerta están talladas formando muecas burlonas que, en esta cabaña alejada del jolgorio por la cosecha, parecen adoptar un cariz más oscuro, una malevolencia genuina y sutil. No se parecen a las que decoran la villa.
Hay algo más.
El fuego del hogar está encendido, su luz se derrama a través de las ventanas y puedes notar su calor a través de la madera rugosa. ¿Acaso sus habitantes no temen atraer a los espíritus? ¿Se tratará de un druida que aguarda las ofrendas recolectadas por los niños del lugar? Decides poner fin a la incertidumbre y golpeas la puerta con la aldaba, atronadora en mitad de la noche.
Es una muchacha quien aparece ante ti, ataviada de un verde vívido.
—Buenas noches. —Sonríe como si llevase una vida esperándote y se hace a un lado.
Compartir su mesa es una experiencia. Hace preguntas mundanas, ávida de respuestas, como si necesitase recordar qué es ser humana.
—¿Por qué no estáis celebrando con los demás? —inquiere.
—No pasaré más de una noche aquí y no consideré apropiado unirme. —Lames una gota de salsa, dulzona y ahumada, del dedo—. ¿Y vos? ¿No gustáis de la fiesta?
—Lo único pasable es la tarta de calabaza y nueces —responde—, tan tierna, dulce y crujiente. Por lo demás, apesta a vino rancio, cerveza amarga y miedo, con esa ropa oscura y áspera y una música chirriante que retumba en los huesos. —Sacude la cabeza, ondeando sus rizos negros—. El temor se vence abrazando la noche, su misterio y serenidad, no espantándola.
—¿No tenéis con qué ahuyentar a los malos espíritus?
Se ríe.
—Dudo que nada los asuste, me parecen cuentos inventados para que los humanos bajen la guardia. —Encoge un hombro—. O, quién sabe, tal vez yo sea un sluagh y pretenda engañaros.
—Tal vez —alcanzas una de las velas sobre la mesa y la giras con lentitud—, pero yo sé que no.
Todos los fuegos se extinguen de golpe, salvo el cirio en tu mano. Lo último que ves antes de ahogar la mecha entre tus dedos es el horror en sus ojos al revelar las hileras de colmillos tras tu sonrisa.
—Los errantes sabemos reconocernos.
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Si queréis saber más sobre Samhain, os recomiendo leer el artículo origen de halloween: samhain.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Cuaderno de bitácora: última entrada


Era como fuego trepando por sus venas, enroscándose en zarcillos al rojo vivo que hacían contraerse sus músculos.

Fiebre.

Las luces parpadeantes del cuadro de mandos informaban de la fuga en una de las cápsulas del laboratorio de a bordo. Un aviso tardío en innecesario. Una tos sacudió al capitán, que cerró los ojos con cansancio. A ciegas apagó los monitores; conocía el destino de su tripulación sin necesidad de verlo.

—Bitácora —dijo con esfuerzo. El sistema de grabación se conectó—. Capitán Arexen, cuadrigentésimo tercer día de la expedición.

Entreabrió los ojos. A lo lejos, entre el mar de estrellas, se difuminaba el cinturón de asteroides que rodeaba el sistema solar de Kandria.

—La muestra 4-Rtn-32 recogida en la corteza del planetoide Ruthian contenía microorganismos nunca antes vistos. —Un nuevo espasmo lo obligó a interrumpirse. Apretó los puños y se obligó a dominar la respiración—. Las… Estas nuevas formas de vida son capaces de asimilar materiales inorgánicos, inutilizando los sistemas de contención. Parece mostrar… preferencia por el hierro.

Se miró el corte diminuto, absurdo, en la yema del dedo. Una puerta de entrada ínfima pero suficiente a su torrente sanguíneo para la infame Maldición de Kandria.

—Ante la imposibilidad de llevar a cabo una investigación con seguridad, la única medida viable es evitar el contacto. Recomiendo el esta… establecimiento de una cuarentena alrededor de todo el… sistema. Fin de la entrada. —Tomó una última bocanada dolorosa y con regusto metálico—. Ordenador. Iniciar la transmisión de los archivos al centro de origen.

La voz metálica de la nave confirmó sus órdenes.

Arexen se arrellanó en el asiento. Tantas naves perdidas en aquel lugar dejado de la mano de la civilización… y él había sido otro loco más siguiendo su estela. Otro caído en busca de la gloria.

Un pitido anunció el fin de la transmisión. Poco después la nave se sumió en la quietud apenas rota por su respiración entrecortada. No le quedaba mucho tiempo, pero su voz le sobreviviría. Era un pequeño consuelo. Una victoria.

Porque entre tanta oscuridad, bajo el arrullo silencioso de las estrellas, habían encontrado respuestas.

lunes, 14 de octubre de 2019

Como pétalos mojados

Tiritaba. El vaho de su propio aliento le empañó la vista. Gotas de agua rodaban desde su cabello. La ropa se le pegaba al cuerpo, pesada y gélida como una mortaja de plomo. En retrospectiva, la magnífica idea de saltar del puente presentaba más perjuicios que ventajas.
Escaló los peldaños que se hundían en el agua y ascendían hasta el paseo junto al río. Ese en el tanto había jugado de niño, al calor del sol del verano, con el aroma de los cerezos en flor en primavera. «Pero nunca vayas de noche, ¿me oyes, Yuki? No te juntes con los que van al puente por las noches, son peligrosos» repetía una y mil veces su madre. Novecientas noventa y nueve de más, había creído él, pero empezaba a entender que la mujer se había quedado corta. «Qué razón tenía la vieja». No supo escuchar y ahora la vida se le escurría entre los dedos como pétalos mojados desprendidos por una tormenta a destiempo.
No pudo evitar echar un último vistazo a su espalda, a la corriente oscura como la tinta y la silueta del puente recortada contra la luz de la luna. Había ganado media hora, tal vez un poco más, hasta que sus perseguidores atasen cabos y lo rastreasen. Encontró la escalera que llevaba a la calle y subió los escalones de dos en dos; sus zapatos, encharcados, rechinaban a cada paso que daba.
Nada más llegar a la acera, la luz de unos faros lo cegó. Se quedó paralizado.
—Yo sólo… sólo quise hacer lo correcto —balbuceó, no sabía a quién.
Los haces de luz pasaron de largo. No era uno de los familiares todoterrenos negros de cristales ahumados, sino un pequeño utilitario. Las farolas arrancaban destellos a la carrocería amarilla y los detalles cromados mientras el coche desaparecía calle abajo con el ronroneo de motor por única sinfonía. Yuki se llevó la mano al pecho y soltó el aire que estaba conteniendo.
Unas sombras sospechosas se movían a su derecha. Se llevó la mano a la cartuchera para asegurarse de que la pistola seguía allí y echó a correr por los callejones con la esperanza de darles esquinazo.
O de que la pólvora no estuviese húmeda.
Giró en la esquina equivocada. La visión del muro de ladrillos frente a él cayó como una losa sobre sus hombros y lo dejó hueco por dentro, mareado. Unas pisadas, cada vez más cercanas, se detuvieron a pocos metros detrás de él. Tragó saliva. No necesitaba ver la carpa bordada en la chupa de cuero negro ni el tatuaje del dragón que asomaba bajo el cuello de la camisa para saber de quién se trataba.
—¿De verdad creíste que te irías de rositas, soplón?
El clic de un arma le estremeció el alma. Yuki se dio la vuelta, despacio. Deslizó un dedo en el gatillo. Inspiró.
«Perdóname, mamá».
Una detonación rasgó la noche.