sábado, 15 de diciembre de 2018

Requiescat in pace


Puedo oír a esas pequeñas ratas pululando a mi alrededor. Presencias que quebrantan el habitual murmullo de los insectos y pequeños roedores cuya sangre me ha mantenido con vida. Abro con suavidad la puerta de mi sarcófago. A los antiguos les pareció ingenioso confinarme en un ataúd. Justicia poética. Pensaron que nunca saldría de él. Pero nunca es demasiado tiempo; el cerrojo se redujo a óxido mucho tiempo atrás.

Alimañas. Sus ancestros me dejaron aquí encerrado. Sus hechizos garantizaron que no pueda dejar estas infectas paredes de metal, abandonado entre chatarra, confiando en que sus descendientes no tendrían que preocuparse por mí.

Pero olvidaron protegerlos contra su propia estupidez.

Su calor es como una hoguera en el gélido aire de este mausoleo. Sus corazones resuenan como tambores en la quietud. Son al menos tres. Jóvenes. En esa edad en la que creen que nada puede tocarlos, y que curiosear en un herrumbroso almacén tras la caída del sol no es más que una inocente temeridad.

—Entra tú.

—Venga.

—No te atreves.

Dos voces se provocan mutuamente, ocultando entre risas y bravatas un temor incipiente. Mucho menor del que tendrían si supiesen lo que se esconde aquí.

Si supiesen de mí.

—¡Pues voy yo! —exclama una tercera voz.

Se cuela por una de las ventanas. Me golpea una vaharada de perfume de mujer. Tras tanto tiempo oliendo a inmundicia y humedad, su cálido aroma me eriza la piel, y mi mandíbula se tensa con la necesidad de morder y desgarrar. Desde mi escondrijo, fundido entre las sombras, contemplo esa figura. Nada más caer al suelo, sus movimientos se vuelven temerosos, como los de un cervatillo recién nacido. Se sobresalta con el ruido de sus propios pasos. Su corazón repiquetea en su pecho. Lleva un amuleto de plata al cuello que aferra para darse seguridad, y me obligo a contener un siseo despectivo. Porta uno de los símbolos de aquellos que me encerraron, pero sin magia no es más que un ridículo abalorio.

Y esta niña no huele a hechicera.

Me deslizo siguiendo sus pasos. De vez en cuando se vuelve para responder a sus compañeros, que siguen sin decidirse. Poco importa. Ella firmó su sentencia de muerte al traspasar las runas que cubren el muro exterior.

Su aprehensión se disipa poco a poco. La mugre deja de impresionarla y se anima a curiosear entre las antiguallas. Hay cierta inocencia infantil en el modo en que lo observa todo. Un brillo cándido, asombrado, en sus grandes ojos, como si se encontrase frente a una colección de tesoros.

—¡Diana!

La voz de uno de sus amigos atraviesa el espacio. El chico está asomado al interior del edificio, oteando en busca de la joven. Pero ella no responde. Ha llegado hasta el sarcófago. Repasa la superficie con la yema de los dedos, hasta que ve los restos del candado en el suelo. Su respiración se paraliza. Sonrío, lamiendo mis colmillos. Doy un paso. Más cerca. Más… Entonces la veo en su mano.

Una estaca.

lunes, 26 de noviembre de 2018

Veinte años


Existe un lugar especialmente reservado en el Infierno para el inventor de las reuniones de exalumnos. Especialmente las del instituto. ¿Qué ser perverso y morboso pudo creer que era buena idea juntar a un grupo de gente que llevaba los últimos veinte años evitándose como la peste? El Encierro Sistemático Obligatorio podía generar rencillas ridículas o alianzas transitorias –más de lo primero que de lo segundo-, pero rara vez amistades duraderas fuera de Facebook.

Nadie sabe muy bien por qué está aquí. Cada uno tiene sus pretextos, por supuesto, pero no son la verdadera razón. Recordar viejos tiempos se puede hacer en solitario o tomando un café con los tres o cuatro individuos que genuinamente te caían bien. En realidad todo se reduce a la necesidad humana de alardear, a poder ser, paladeando a la vez un poco de humillación ajena.

Supongo que a todos nos toca nuestra parte de parcela con vistas a un lago de azufre y tormento.

Siendo justos, nadie quiere saber lo bien que le va al gorila que le amedrentaba en el patio del colegio. Quiere que esté divorciado, gordo y que se quedase calvo antes de los veinticinco. Para algo se inventó el karma, ¿no?

No obstante a veces hay un motivo más.

Los latidos son dos, fuertes, resonando en tus oídos, antes de que una descarga te pare el corazón. Lleva tanto tiempo viviendo sólo en tus recuerdos que medio habías olvidado que era real. Lo que no habías olvidado era su mirada, la curva de su sonrisa ni el timbre de su voz. Esa persona a la que puedes reconocer hasta por su forma de caminar. Por la que llegabas temprano y salías tarde, arañando cada segundo en su compañía. Puede que te hayas dicho mil veces que has crecido, que ya no eres como antes, pero entonces te ve, sonríe un «Hola» y vuelves a tener quince años y a enredarte con tus propios pies.

—Hola. Qué bien volver a estar todos juntos, ¿verdad?

Que viva la incongruencia. Ya te preocuparás mañana de ser un adulto coherente y funcional.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Chao



No dolió la última vez que te vi. Aquel último encuentro no fue sino el epílogo de una historia que llevaba largo tiempo agotada.

El final lo anunció la primera sonrisa forzada, aquella mirada que decía que ya no estabas ahí, la vez en que dejé de escucharte pensando en lo bien que solía pasármelo contigo, una ecuación que ya no sabía resolver. Se acabó cuando entendí que te buscaba sólo por inercia, que tú no eras la misma “tú” que quería ver, y que yo me había vuelto demasiado “yo” para jugar a fingir que tal vez aún me quisieras.

No volví a llamarte, con la certeza de que tú tampoco lo harías. Nunca lo habías hecho. Fue gracioso caer en la cuenta después de más de media década de que el equilibrio de nuestra relación se basaba en la descompensación: yo te quería y tú, a veces, te dejabas querer. Dos engranajes en perfecta sincronía que de pronto olvidaron cómo girar a la par.

A veces miro hacia atrás y pienso si hice demasiado o de menos, o si encontramos el punto medio perfecto. Suficientemente poco para evitar escribir una historia con héroes. Lo bastante para que tampoco hubiese villanos. Sólo un “chao” más, de esos con los que nunca nos prometíamos nada. El punto y aparte tras el que nadie escribió “continuará”.