No dolió la última vez que te vi. Aquel último encuentro no fue sino el
epílogo de una historia que llevaba largo tiempo agotada.
El final lo anunció la primera sonrisa forzada, aquella mirada que decía
que ya no estabas ahí, la vez en que dejé de escucharte pensando en lo bien que
solía pasármelo contigo, una ecuación que ya no sabía resolver. Se acabó cuando
entendí que te buscaba sólo por inercia, que tú no eras la misma “tú” que
quería ver, y que yo me había vuelto demasiado “yo” para jugar a fingir que tal
vez aún me quisieras.
No volví a llamarte, con la certeza de que tú tampoco lo harías. Nunca lo
habías hecho. Fue gracioso caer en la cuenta después de más de media década de
que el equilibrio de nuestra relación se basaba en la descompensación: yo te
quería y tú, a veces, te dejabas querer. Dos engranajes en perfecta sincronía
que de pronto olvidaron cómo girar a la par.
A veces miro hacia atrás y pienso si hice demasiado o de menos, o si
encontramos el punto medio perfecto. Suficientemente poco para evitar escribir
una historia con héroes. Lo bastante para que tampoco hubiese villanos. Sólo un
“chao” más, de esos con los que nunca nos prometíamos nada. El punto y aparte
tras el que nadie escribió “continuará”.
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